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Writer's pictureLuis Melgar

Cómo conocí a Nefertiti (III). Y el Mar Rojo no se abrió.



Llevaba ya casi 20 días en El Cairo cuando empecé a sentir que me mimetizaba con los egipcios. Cruzaba las calles casi sin mirar, cogía taxis alegremente, discutía con los conductores y, si me cobraban más de dos euros por una carrera, protestaba enérgicamente. Incluso llegué al nivel de sentir frío alguna noche y tener que apagar el aire acondicionado.


Seguía, por lo demás, descubriendo nuevas facetas de aquella ciudad que tanto me estaba enamorando. Tuve la ocasión de experimentar las delicias consumistas del llamado Down Town, que viene a ser el centro de El Cairo. Lo más sorpendente, quizá, fuese el horario. Allí las tiendas abren y cierran de un modo intuitivo: por la mañana, que hace fresquito, abren. Luego cierran indefinidamente para comer y echar la siesta. Y al aterdecer vuelven a abrir hasta no se sabe cuándo, de modo que puedes comprarte un coche a las once de la noche y un par de zapatos a la una y cuarto de la madrugada.


Las tiendas se me antojaron delirantes. Primero, los escaparatistas tienen horror vacui igual que sus antepasados que decoraban tumbas y pirámides, por lo que se sienten irrefrenablemente impelidos a exponer todo lo que tienen, sin dejar un sólo milímetro para que las prendas respiren. Segundo, la mercancía me pareció deliciosa, especialmente la ropa interior y de casa femenina. Por debajo de los burkas, al parecer las egipcias llevan sujetadores de plumas, tangas de lentejuelas, ligas moradas y todo tipo de prendas procaces. ¡Bien por ellas!


Aquellos días tuvo lugar la despedida de uno de mis compinches cairotas: Antonio, nuestro insigne becario. Para poder llevar una botella de vino, conocí esos sitios de pecado, vergüenza del Islam, donde se pueden adquirir bebidas alcohólicas en El Cairo: unas licorerías donde sólo hay vino y cerveza egipcios y donde ninguna persona decente se atrevería a entrar. Al llegar pronto a la cena, tuve ocasión de conocer a Samia, la mujer que limpia en casa de Antonio. La dama en cuestión está especializada en españoles, hasta el punto de que hace algunos meses salió en un programa de la televisiónegipcia hablando de nosotros, de lo buenos que somos y lo bien que la tratamos. Samia había perfeccionado un dialecto de árabe totalmente comprensible por cualquier hispanohablante, consistente en palabras sencillas dichas muy despacio, aproximaciones al español (por ejemplo, todas las conjugaciones del verbo dormir, como él está dormido, me voy a dormir, has dormido bien, etc., son “dormina”) y algunas expresiones inglesas. Doy fe de que efectivamente se hacía entender. Samia, además, estaba al corriente de todos los líos amorosos que había en la colonia española y los ibacomentando de casa en casa, así que había que tener cuidado con ella.


También tuve ocasión de conocer al fin las falucas, esas barquitas de vela que te llevan a pasear por el Nilo. Las falucas tienen siglos si no milenios de historia y no son tan diferentes de las que usaban los antiguos egipcios para navegar. Mientras veía atardecer sobre las aguas del río y observaba trajinar al barquero, apropiadamente caracterizado con su galabeya y su turbante blancos, me permití soñar con viajes y aventuras ancestrales. Años después, cuando al fin me puse a escribir La peregrina de Atón, recordé precisamente aquella experiencia para describir los viajes de Iltani por el Nilo.



El momento cumbre de la semana llegó el jueves, ya que me fui con Antonio y una cuidada selección de becarios españoles a una playa del Sinaí llamada Ras Sudr. Para llegar hasta allí, contratamos a un conductor con un minibús que nos recogió en la Oficina Comercial y nos llevó hasta el hotel Moon Beach, una suerte de resort para surfistas que se alza en medio del desierto. Los transportes en manos de los habibis siempre son extraños, así que tuvimos la experiencia de ir en primera durante dos horas, justo antes de cruzar el Canal de Suez, porque el coche tenía algún tipo de avería que se solucionó mágicamente más tarde, o de darnos cuenta de pronto de que el señor no encendía las luces en plena noche del desierto para no molestar a los otros conductores, para gran consternación de todos los presentes.


Mi primera gran decepción al llegar al Mar Rojo fue que las aguas no se abrieron para mí. Por lo demás, el hotel era bastante malo, pero pintoresco, como un poblado tuareg o quizá beduino. La playa era muy tranquila, con algunos surfistas por aquí y por allá y familias egipcias sentadas en sillas de madera dentro del agua. El Mar Rojo es muy salado, así que se flota con mucha facilidad, y está lleno de vida. En tierra no hay nada, sólo la piedra rojiza de las montañas y la arena del desierto, pero según metes la cabeza en el agua, empiezas a ver corales, erizos de mar, peces de colores, alguna medusa, caracoles, cangrejos… vamos, precioso todo, pero yo iba con pánico cada vez que ponía un pie en la arena pensando en el extraño animal que me lo podía comer.


Allí, tumbado sobre la arena del Sinaí y contemplando el sol ponerse sobre el Mar Rojo, pensé en la historia de Moisés. Por primera vez se me ocurrió que el judaísmo tenía que estar forzosamente relacionado con la revolución religiosa de Akenatón, que tanto me interesaba por aquel entonces. ¿Y si Nefertiti era la auténtica descubridora del monoteísmo...?


(Continuará…).

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